martes, 1 de marzo de 2011

Los senderos de la muerte: Senderos de gloria , de Stanley Kubrick

El cuarto es pequeño. Como en un lienzo de Caravaggio, las tinieblas dominan todo con la excepción de aislados focos de luz. Esta vez la claridad proviene de una lámpara de mesa, perfectamente orientada hacia el lecho donde se acomoda el general Broulard. El teniente Roget accede a la estancia y efectúa el saludo militar rutinario. Su superior alza los ojos: nunca se había atrevido a confesarse en una dependencia de altos techos, pero en ese lugar la verdad no reverbera. “Tenía que elegir a alguien”, le confiesa. Esta vez los escogidos para cargar con su culpabilidad –el fallo estratégico que cometió por bravuconería- son el cabo Paris y los soldados Arnaud y Ferol. Le encomienda a Roget la dura tarea de llevarlos al paredón, pero él apenas duda: tiene una cuenta pendiente con uno de ellos.

Corre el año 1916 y las tropas francesas se encaminan al suicidio por medio de un ataque contra las posiciones alemanas en Agnoc. Es el escenario de Senderos de gloria (1957): una historia de soldados en la que lo menos destacado son los movimientos bélicos. A través de un guion tranquilo pero decisivo moralmente, el controvertido Stanley Kubrick nos introduce en una trama bélica que mece al espectador a través de la conciencia de los mandos del Ejército galo de la Primera Guerra Mundial.

No es casualidad que el realizador estadounidense empezase a brillar con este film: en él ya se perfilaban sus primeros indicios de reflexión ética y crítica mordaz, combinados con un poderoso uso de los símbolos, que a posteriori le harían un hueco en las filmografías de lo descarnado con obras como Espartaco, La naranja mecánica o Eyes Wide Shut.

El detonante de Senderos de gloria no es otro que una orden de salida de tropas que desemboca en tragedia. El general Mireau (George Macready), cegado por la ambición de ascender de rango, arrastra a sus soldados al campo de batalla, donde se aglutinan como hormigas que tratan de huir de un destino supuestamente marcado por la patria a la que defienden -aunque poco tenga de suya-. Casi como cucarachas minúsculas, las panorámicas y tomas cenitales nos acercan a la indefensión de unos seres humanos que, por mucho que vayan armados con fusiles, serán vulnerables ante los fuegos de artificio. No hay nada más revelador que los rostros que, mostrados en primer plano, ponen en evidencia el contraste entre el ser humano al que le toca salir de detrás de los sacos y el que permanece resguardado tras ellos, sin inmutarse por las explosiones del fondo.

Kubrick nos conduce magistralmente por los recovecos de las trincheras a través de un recurso muy sabiamente seleccionado: el de la cámara subjetiva, por la que paseamos junto a las tropas y los ojos se nos nublan debido al humo, en cooperación con los excepcionales travellings circulares y laterales, que nos adentran entre la muchedumbre llamada a filas. Del mismo modo, también nos colocamos los prismáticos junto al general Broulard (Adolphe Menjou) que, en el auspicio de la tienda, susurra “Malditos cobardes” sin siquiera moverse y con su uniforme perfectamente planchado.

Un estupendo Kirk Douglas se mete en la piel del coronel Dax, un hombre al que se le hace difícil acomodarse a la jerarquía de los altos mandos debido a su acusada humanidad. Tanto es así que éste, en calidad de jurista, se alza como defensor de los imputados por cobardía durante el consejo de guerra al que se les somete; consejo en el que, a pesar de desnudarse ante filas decorativas de militares, el final ya está escrito. Los rostros de los inocentes se muestran serenos, en primer plano: la verdad les acompaña, pero la superioridad del Ejército la aplasta. En este sentido, Kubrick logra de manera magistral transmitir este destino a través de la iluminación y las tomas: los jueces permanecen en la sombra, y muchas veces contemplamos su importancia desde perspectivas inferiores. Los imputados, al contrario, se nos antojan débiles legalmente pero fuertes en moral: los halos de luz en sus ojos evidencian su transparencia interior.

Este contraste se refuerza enfrentando los modos del diálogo: el laconismo de los soldados se distingue del superficial metaforismo de los altos cargos del Ejército, basado en un supuesto amor a la patria que rebasa los límites de lo humano. La propaganda domina el lenguaje, vaciándolo progresivamente. “Sus hombres murieron estupendamente”, concluye en una ocasión el general Broulard, mientras come con total tranquilidad. El coronel Dax, en contraste, apuesta por la sencillez: “seré muchas cosas, pero no soy su hijo”, suelta al final del film al codicioso mandatario, superándole en dignidad.

El ritmo del montaje, más bien pausado y quizá un poco lento al iniciarse la narración, se sostiene y aporta continuidad al grueso del relato por medio de una sucesión de planos equilibrada y favorecida por los cortes, así como por el esquema de plano y contraplano presente en las abundantes conversaciones entre superiores. En este sentido, la ausencia de transiciones llamativas es palpable: sólo se da un fundido en negro y la única secuencia sin cortes corresponde a un momento de máxima intensidad, en el que una brusca pelea entre los encerrados en el calabozo se nos transmite con idéntica fuerza a través de la cámara.

Las palabras se mueven entre la serenidad y la solemnidad, sólo sorprendentemente rota por el toque de humor de los condenados en el calabozo. Es en esta estancia donde se empieza a construir el camino hacia las emociones, y donde Ralph Meeker, en su papel de cabo Paris, realiza lo que podría ser la mejor actuación de la película: la de una víctima desconsolada a la que ni siquiera el Padre Dupré (Emil Meyer) puede reconfortar. De camino al paredón, la diagonalidad que está tan presente a lo largo de todo el film se hace más presente que nunca: las filas que custodian la marcha se prologan frente a la versallesca estampa, y guían un sendero vertiginoso que sólo puede desembocar en tres disparos de agonía. “¿Por qué no los fusilan a ellos?”, balbucea Paris, desesperado.

En Senderos de gloria no es necesaria la banda sonora: el drama más poderoso es el silencio. Exceptuando algunos instantes de divertimento palaciego, la atmósfera se tiñe del sonido del silbato que conduce a la muerte, el retumbar de la artillería o el sonido de las pisadas nocturnas, desvinculadas de su dueño; todo ello manejado magistralmente por Martin Müller. No hay música entre trincheras, y menos en el camino al más allá: los tambores previos a los fusilamientos han de detenerse inexorablemente dando paso al fin de la existencia –el vacío: el silencio eterno y sepulcral-.

La gravedad que se espera de la película desde el principio se materializa más fuertemente cuando de nuevo nos situamos junto a las víctimas en su camino a la ejecución, que se nos antoja como el de los animales que se dirigen al matadero. Las lágrimas que se racanean a lo largo de toda la película empiezan a hacer aparición, y erupcionan violentamente en los últimos primeros planos del largometraje, cuando la muchacha alemana que entretiene a las tropas en el cuartel –excelentemente interpretada por la bella Suzanne Christian- entona con dolor una canción folclórica alemana. El que todos sigan la tonadilla, en especial el teniente Roget (Wayne Morris), dice mucho de las emociones humanas que se intentan disfrazar durante todo el film.

Aunque nos encontremos ante una historia del pasado –el blanco y negro pretendido lo atestigua-, la crueldad de la guerra permanece inalterable hoy día. Y si no que se lo digan al coronel Dax que, al ver cómo se proferían las injusticias más terribles contra unos inocentes, sentenció: “Hay veces en que me arrepiento de pertenecer a la raza humana, y ésta es una de ellas”.

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Imágenes: Divulgalia, Invento del demonio y Cine de guerra.

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