martes, 28 de junio de 2011

El paseo dorado: Midnight In Paris, de Woody Allen

Las calles de París tienen otra textura cuando la luna las ilumina. Los caminos de piedra, los callejones estrechos y coloridos y los jardines improvisados junto a puentes y escaleras adquieren otro tono a los ojos de Gil. De punta en blanco, con su chaqueta de tweed y su melena rubia cuidadosamente arreglada, toma asiento en el escalón para esperar al coche que le trasladará a su época dorada. Una era de las maravillas que, con toda seguridad, no será el sueño de otro.

Ya septuagenario, al histriónico y talentoso Woody Allen le ha alcanzado un hálito nostálgico. Ha venido directamente del otro lado del Atlántico, tras décadas empapado de la magia y sudor del asfalto neoyorkino. Su creatividad ha viajado, quizá para no volver, a la capital gala; y con Midnight In Paris (2011) nos ha demostrado que sabe ingeniárselas también fuera de la gran manzana.


Un interesante Owen Wilson (Gil) y una limitada y poco destacable Rachel McAdams (Inez) llevan de la mano a Allen a la ciudad del amor, donde lo que menos se va a respirar entre ellos va a ser tal sentimiento. A Gil le asfixia el compromiso hollywoodiense -es un mediocre guionista en Pasadena- y también el social. Rodeado de una familia que no es la suya, unos amigos que nunca lo han sido y una mujer que no comprende su verdadero sueño -el de ser escritor literario en París-, escabullirse entre callejones es la mejor opción para respirar de verdad. Y es allí donde esos años 20 en los que le hubiera gustado vivir le atrapan, siempre mejores que los actuales. Sumergido en esa insatisfacción inherente al ser humano Gil creerá haber encontrado el sentido de todo en esa pasarela de pintores, literatos, músicos y toreros que le arropan como si de un conocido se tratase.

Los artistas se convierten en el reflejo mismo de la situación emocional de Gil. Precisamente los contrastes nos ayudan a comprender mejor la incertidumbre en la que se ha estancado: el día, tenso y aburrido de mesas engalanadas y conversaciones por compromiso, atrapa al personaje en una monotonía donde los suegros y la novia serían preferiblemente intercambiados por un libro aburrido. La noche es el tiempo del temperamento, la liberación y los deseos; el instante de la imaginación, los intereses comunes y las pasiones vitales. En cada uno de estos universos tiene el protagonista algo donde aferrarse. A un lado está la clara y hermosa mujer con la que Gil quiere contraer matrimonio; al otro, el enigmático y reluciente personaje de otro tiempo del que se ha prendado. Una diferenciación entre un mundo real y un mundo posible que pone complicada la elección; pero donde, inevitablemente y como demuestra la historia, hay que acabar escogiendo.

Como es habitual, hay subtemas que no escapan al relato de Allen, y que también se encarnan en personajes, transeúntes quizá un poco planos que responden a estereotipos literarios. Tópicos no desinformados que no están de más y que les visten como guantes en ese universo paralelo de jazz, absenta, tiovivos y críticos artísticos. La esencia del amor (los Fitzgerald), la angustia del creador incomprendido (Pablo Picasso o Toulouse-Lautrec) o las recurrencias sobre la muerte (Ernest Hemingway) también tienen un lugar dentro de la cinta. Y no salen mal encarnadas, con un destacable elenco de secundarios en el que Alisson Pill (Zelda Fitzgerald) y Marion Cotillard (Adriana) brillan con luz propia. Distinto es el caso de otros papeles, como la indiferente aparición de Carla Bruni (la guía del museo) o el pequeño número cómico de Adrien Brody (Salvador Dalí), que acaban resultando mera decoración.

Allen nos vuelve a deleitar con uno de sus puntos fuertes: el diálogo puntiagudo, mordaz y personalizador, esta vez con un punto tierno novedoso. Nada mejor que el sonido del Sena y los pasos en la medianoche para dejar que el silencio se apodere de dos personajes. Es en esa atmósfera donde los anhelos, temores, flaquezas y maravillas de cada uno salen a escena, y donde nos topamos con la complejidad humana, de la que tampoco se escapaban Scott Fitzgerald, Luis Buñuel o las torturadas amantes de Picasso.

La música, los escenarios y la ambientación resultan impecables, y todas sus virtudes se aprovechan con creces con generales y panorámicas -que, por cierto, son las que nos reciben y despiden-. Aun con todo, la estrategia técnica más acertada del film acaba siendo la profusión de planos cercanos (americanos, medios y primeros) siempre que las palabras se hacen con la escena. Parece que Allen nos preguntara, tras las bambalinas, ¿qué más da dónde estemos, si sentimos que pertenecemos a ese lugar?

Los clarinetes característicos de Woody son sólo un preludio cómico al encuentro entre el protagonista y su identidad. La elección que Gil haga será la más sorprendente y lúcida de su vida, y le marcará como persona. A la postre, el tema que aborda Midnight In Paris es el que subyace tras infinitas ficciones: la búsqueda de la identidad.


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Imágenes: Blog de Cine y Cinema Series.