Las calles de París tienen otra textura cuando la luna las ilumina. Los caminos de piedra, los callejones estrechos y coloridos y los jardines improvisados junto a puentes y escaleras adquieren otro tono a los ojos de Gil. De punta en blanco, con su chaqueta de tweed y su melena rubia cuidadosamente arreglada, toma asiento en el escalón para esperar al coche que le trasladará a su época dorada. Una era de las maravillas que, con toda seguridad, no será el sueño de otro.
Ya septuagenario, al histriónico y talentoso Woody Allenle ha alcanzado un hálito nostálgico. Ha venido directamente del otro lado del Atlántico, tras décadas empapado de la magia y sudor del asfalto neoyorkino. Su creatividad ha viajado, quizá para no volver, a la capital gala; y con Midnight In Paris (2011) nos ha demostrado que sabe ingeniárselas también fuera de la gran manzana.
Un interesante Owen Wilson (Gil) y una limitada y poco destacable Rachel McAdams (Inez) llevan de la mano a Allen a la ciudad del amor, donde lo que menos se va a respirar entre ellos va a ser tal sentimiento. A Gil le asfixia el compromiso hollywoodiense -es un mediocre guionista en Pasadena- y también el social. Rodeado de una familia que no es la suya, unos amigos que nunca lo han sido y una mujer que no comprende su verdadero sueño -el de ser escritor literario en París-, escabullirse entre callejones es la mejor opción para respirar de verdad. Y es allí donde esos años 20 en los que le hubiera gustado vivir le atrapan, siempre mejores que los actuales. Sumergido en esa insatisfacción inherente al ser humano Gil creerá haber encontrado el sentido de todo en esa pasarela de pintores, literatos, músicos y toreros que le arropan como si de un conocido se tratase.
Los artistas se convierten en el reflejo mismo de la situación emocional de Gil. Precisamente los contrastes nos ayudan a comprender mejor la incertidumbre en la que se ha estancado: el día, tenso y aburrido de mesas engalanadas y conversaciones por compromiso, atrapa al personaje en una monotonía donde los suegros y la novia serían preferiblemente intercambiados por un libro aburrido. La noche es el tiempo del temperamento, la liberación y los deseos; el instante de la imaginación, los intereses comunes y las pasiones vitales. En cada uno de estos universos tiene el protagonista algo donde aferrarse. A un lado está la clara y hermosa mujer con la que Gil quiere contraer matrimonio; al otro, el enigmático y reluciente personaje de otro tiempo del que se ha prendado. Una diferenciación entre un mundo real y un mundo posible que pone complicada la elección; pero donde, inevitablemente y como demuestra la historia, hay que acabar escogiendo.
Como es habitual, hay subtemas que no escapan al relato de Allen, y que también se encarnan en personajes, transeúntes quizá un poco planos que responden a estereotipos literarios. Tópicos no desinformados que no están de más y que les visten como guantes en ese universo paralelo de jazz, absenta, tiovivos y críticos artísticos. La esencia del amor (los Fitzgerald), la angustia del creador incomprendido (Pablo Picasso o Toulouse-Lautrec) o las recurrencias sobre la muerte (Ernest Hemingway) también tienen un lugar dentro de la cinta. Y no salen mal encarnadas, con un destacable elenco de secundarios en el que Alisson Pill (Zelda Fitzgerald) y Marion Cotillard (Adriana) brillan con luz propia. Distinto es el caso de otros papeles, como la indiferente aparición de Carla Bruni (la guía del museo) o el pequeño número cómico de Adrien Brody (Salvador Dalí), que acaban resultando mera decoración.
Allen nos vuelve a deleitar con uno de sus puntos fuertes: el diálogo puntiagudo, mordaz y personalizador, esta vez con un punto tierno novedoso. Nada mejor que el sonido del Sena y los pasos en la medianoche para dejar que el silencio se apodere de dos personajes. Es en esa atmósfera donde los anhelos, temores, flaquezas y maravillas de cada uno salen a escena, y donde nos topamos con la complejidad humana, de la que tampoco se escapaban Scott Fitzgerald, Luis Buñuel o las torturadas amantes de Picasso.
La música, los escenarios y la ambientación resultan impecables, y todas sus virtudes se aprovechan con creces con generales y panorámicas -que, por cierto, son las que nos reciben y despiden-. Aun con todo, la estrategia técnica más acertada del film acaba siendo la profusión de planos cercanos (americanos, medios y primeros) siempre que las palabras se hacen con la escena. Parece que Allen nos preguntara, tras las bambalinas, ¿qué más da dónde estemos, si sentimos que pertenecemos a ese lugar?
Los clarinetes característicos de Woody son sólo un preludio cómico al encuentro entre el protagonista y su identidad. La elección que Gil haga será la más sorprendente y lúcida de su vida, y le marcará como persona. A la postre, el tema que aborda Midnight In Paris es el que subyace tras infinitas ficciones: la búsqueda de la identidad.
El cuarto es pequeño. Como en un lienzo de Caravaggio, las tinieblas dominan todo con la excepción de aislados focos de luz. Esta vez la claridad proviene de una lámpara de mesa, perfectamente orientada hacia el lecho donde se acomoda el general Broulard. El teniente Roget accede a la estancia y efectúa el saludo militar rutinario. Su superior alza los ojos: nunca se había atrevido a confesarse en una dependencia de altos techos, pero en ese lugar la verdad no reverbera. “Tenía que elegir a alguien”, le confiesa. Esta vez los escogidos para cargar con su culpabilidad –el fallo estratégico que cometió por bravuconería- son el cabo Paris y los soldados Arnaud y Ferol. Le encomienda a Roget la dura tarea de llevarlos al paredón, pero él apenas duda: tiene una cuenta pendiente con uno de ellos.
Corre el año 1916 y las tropas francesas se encaminan al suicidio por medio de un ataque contra las posiciones alemanas en Agnoc. Es el escenario de Senderos de gloria (1957): una historia de soldados en la que lo menos destacado son los movimientos bélicos. A través de un guion tranquilo pero decisivo moralmente, el controvertido Stanley Kubrick nos introduce en una trama bélica que mece al espectador a través de la conciencia de los mandos del Ejército galo de la Primera Guerra Mundial.
No es casualidad que el realizador estadounidense empezase a brillar con este film: en él ya se perfilaban sus primeros indicios de reflexión ética y crítica mordaz, combinados con un poderoso uso de los símbolos, que a posteriori le harían un hueco en las filmografías de lo descarnado con obras como Espartaco, La naranja mecánica o Eyes Wide Shut.
El detonante de Senderos de gloria no es otro que una orden de salida de tropas que desemboca en tragedia. El general Mireau (George Macready), cegado por la ambición de ascender de rango,arrastra a sus soldados al campo de batalla, donde se aglutinan como hormigas que tratan de huir de un destino supuestamente marcado por la patria a la que defienden -aunque poco tenga de suya-. Casi como cucarachas minúsculas, las panorámicas y tomas cenitales nos acercan a la indefensión de unos seres humanos que, por mucho que vayan armados con fusiles, serán vulnerables ante los fuegos de artificio. No hay nada más revelador que los rostros que, mostrados en primer plano, ponen en evidencia el contraste entre el ser humano al que le toca salir de detrás de los sacos y el que permanece resguardado tras ellos, sin inmutarse por las explosiones del fondo.
Kubrick nos conduce magistralmente por los recovecos de las trincheras a través de un recurso muy sabiamente seleccionado: el de la cámara subjetiva, por la que paseamos junto a las tropas y los ojos se nos nublan debido al humo, en cooperación con los excepcionales travellings circulares y laterales, que nos adentran entre la muchedumbre llamada a filas. Del mismo modo, también nos colocamos los prismáticos junto al general Broulard (Adolphe Menjou) que, en el auspicio de la tienda, susurra “Malditos cobardes” sin siquiera moverse y con su uniforme perfectamente planchado.
Un estupendo Kirk Douglasse mete en la piel del coronel Dax, un hombre al que se le hace difícil acomodarse a la jerarquía de los altos mandos debido a su acusada humanidad. Tanto es así que éste, en calidad de jurista, se alza como defensor de los imputados por cobardía durante el consejo de guerra al que se les somete; consejo en el que, a pesar de desnudarse ante filas decorativas de militares, el final ya está escrito. Los rostros de los inocentes se muestran serenos, en primer plano: la verdad les acompaña, pero la superioridad del Ejército la aplasta. En este sentido, Kubrick logra de manera magistral transmitir este destino a través de la iluminación y las tomas: los jueces permanecen en la sombra, y muchas veces contemplamos su importancia desde perspectivas inferiores. Los imputados, al contrario, se nos antojan débiles legalmente pero fuertes en moral: los halos de luz en sus ojos evidencian su transparencia interior.
Este contraste se refuerza enfrentando los modos del diálogo: el laconismo de los soldados se distingue del superficial metaforismo de los altos cargos del Ejército, basado en un supuesto amor a la patria que rebasa los límites de lo humano. La propaganda domina el lenguaje, vaciándolo progresivamente. “Sus hombres murieron estupendamente”, concluye en una ocasión el general Broulard, mientras come con total tranquilidad. El coronel Dax, en contraste, apuesta por la sencillez: “seré muchas cosas, pero no soy su hijo”, suelta al final del film al codicioso mandatario, superándole en dignidad.
El ritmo del montaje, más bien pausado y quizá un poco lento al iniciarse la narración, se sostiene y aporta continuidad al grueso del relato por medio de una sucesión de planos equilibrada y favorecida por los cortes, así como por el esquema de plano y contraplano presente en las abundantes conversaciones entre superiores. En este sentido, la ausencia de transiciones llamativas es palpable: sólo se da un fundido en negro y la única secuencia sin cortes corresponde a un momento de máxima intensidad, en el que una brusca pelea entre los encerrados en el calabozo se nos transmite con idéntica fuerza a través de la cámara.
Las palabras se mueven entre la serenidad y la solemnidad, sólo sorprendentemente rota por el toque de humor de los condenados en el calabozo. Es en esta estancia donde se empieza a construir el camino hacia las emociones, y donde Ralph Meeker, en su papel de cabo Paris, realiza lo que podría ser la mejor actuación de la película: la de una víctima desconsolada a la que ni siquiera el Padre Dupré (Emil Meyer) puede reconfortar. De camino al paredón, la diagonalidad que está tan presente a lo largo de todo el film se hace más presente que nunca: las filas que custodian la marcha se prologan frente a la versallesca estampa, y guían un sendero vertiginoso que sólo puede desembocar en tres disparos de agonía. “¿Por qué no los fusilan a ellos?”, balbucea Paris, desesperado.
En Senderos de gloria no es necesaria la banda sonora: el drama más poderoso es el silencio. Exceptuando algunos instantes de divertimento palaciego, la atmósfera se tiñe del sonido del silbato que conduce a la muerte, el retumbar de la artillería o el sonido de las pisadas nocturnas, desvinculadas de su dueño; todo ello manejado magistralmente por Martin Müller. No hay música entre trincheras, y menos en el camino al más allá: los tambores previos a los fusilamientos han de detenerse inexorablemente dando paso al fin de la existencia –el vacío: el silencio eterno y sepulcral-.
La gravedad que se espera de la película desde el principio se materializa más fuertemente cuando de nuevo nos situamos junto a las víctimas en su camino a la ejecución, que se nos antoja como el de los animales que se dirigen al matadero. Las lágrimas que se racanean a lo largo de toda la película empiezan a hacer aparición, y erupcionan violentamente en los últimos primeros planos del largometraje, cuando la muchacha alemana que entretiene a las tropas en el cuartel –excelentemente interpretada por la bella Suzanne Christian- entona con dolor una canción folclórica alemana. El que todos sigan la tonadilla, en especial el teniente Roget (Wayne Morris), dice mucho de las emociones humanas que se intentan disfrazar durante todo el film.
Aunque nos encontremos ante una historia del pasado –el blanco y negro pretendido lo atestigua-, la crueldad de la guerra permanece inalterable hoy día. Y si no que se lo digan al coronel Dax que, al ver cómo se proferían las injusticias más terribles contra unos inocentes, sentenció: “Hay veces en que me arrepiento de pertenecer a la raza humana, y ésta es una de ellas”.
Ahí estaba él, como un perrito hundido en arenas movedizas. Su hocico respingón, coronado durante varias semanas con una nariz roja, volvía a asomarse entre la multitud para hablar con orgullo. “Internet es nuestra salvación”, espetó a la audiencia. La aristocracia se retorció en sus asientos, incómoda por la disidencia.
La ministra González-Sinde esbozó una mueca de desagrado. Para ella, como para Elena Salgado o Leire Pajín, era más sencillo bailar en el corro de la gallinita ciega y sonreír ante las cámaras cómplices de la televisión pública. Para eludir los gritos y manifiestos que rodeaban el edificio sólo había que hacerse el sordo y decir que eran doscientos en lugar de medio millar.
El Teatro Real lucía como una estampa decimonónica: la nobleza de los Bardem y Belenes Ruedas encabezaba, con sus mejores galas, a una camarilla de actores sobrevalorados. Todos acudían para recibir unos galardones que bien podrían corresponder a no congregar al público en las salas de cine. Estos vitalicios Grandes de España se divertían con esperpénticos espectáculos protagonizados por cantantes y presentados por Andreu Buenafuente, al que por su puntillismo acabaron soltando trampilla abajo.
En el exterior, las máscaras seguían coreando “Sinde dimisión” mientras los gitanillos de Pa negre recibían premios más grandes que ellos y algunas actrices lloriqueaban como la lechera de Fuendetodos a la que se le destroza el jarro. Ganado o no, todos tenían su momento degloria: incluidos bufones con barretina y vigilantes de seguridad con dudosa competencia para proteger a un ministro.
Pero a lo que iba: el desgraciado perrito, con el cuerpo medio hundido en tal agónica industria, escribió su epitafio en la red y lo selló en ese escenario. Tuvo agallas, pero murió como lo hizo el Carlos II de nuestro Francisco: enfermo, pero rodeado de riqueza. Porque no nos vamos a engañar: él no perdía mucho al ser sincero. ¡Para qué estar más años al frente de esa Academia convaleciente!
Desde fuera, se le proclamaba héroe. Tratado como un nuevo Jovellanos, se le veía como un ilustrado visionario que se arremangaba sobre la mesa para negociar con el contrario. Él era el supuesto precursor de los cambios en la industria cultural. Lo que no sabían los Guy Fakwes que se manifestaban a las puertas del edificio es que, como el 3 de mayo de 1808, iban a acabar siendo fusilados. Al final, serían ellos los encargados de pagar los excesos de las altas esferas, incluidos el canon digital, el precio de los dvds y cds y las butacas de cine.
A quien no consintiese, se le criminalizaría cual ladrón de cultura. Estaban ahogados por la tiranía del falso socialismo: el que teóricamente pugna por el bien del pueblo y luego lo martiriza haciéndole pagar por su ceguera. El duelo a garrotazos entre la España castiza, negada a modernizarse, y los nuevos ilustrados, continuaba en pleno siglo XXI.
Con una diferencia: ahora, muchos de estos ilustrados proceden del pueblo, y están armados con la tecnología. Los déspotas deberían empezar a escuchar sus demandas, no sea que, como V, acaben volando otro Parlamento al ritmo de la Marcha Imperial.
Si pensábamos que Google ya lo había hecho todo, estábamos equivocados. Una vez más, la mina de oro de Brin y Page ha trascendido sus funciones iniciales para ofrecernos nuevas experiencias en la red por el módico precio de la gratuidad.
Lo que el buscador más popular del planeta nos ofrece en esta ocasión no es otra cosa que un paseo virtual por las pinacotecas más destacadas del globo terráqueo: el Google Art Project, dirigido por Amit Sood. Si hasta ahora podíamos pasearnos por las calles con Google Earth o situarnos a través de Google Maps, este nuevo proyecto, lanzado el pasado 1 de febrero, traspasará unas puertas muy codiciadas: las de los museos.
17 galerías de todo el mundo se han incorporado a esta emocionante aventura virtual que permitirá incrementar el alcance de algunas de las obras artísticas más célebres de la Historia. Entre ellas se encuentran la National Gallery de Londres, el MOMA de Nueva York, la Tate Britain de Londres o el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
La novedosa herramienta de Google es una auténtica maravilla para apreciar el pincel del artista de un modo que nunca se había propuesto hasta entonces. Obras como La noche estrelladade Vincent Van Gogh, La botella de anís del mono de Juan Gris o La ronda de noche de Rembrandt se han recogido en el Art Project de Google con una resolución de 7.000 millones de píxeles, o lo que es lo mismo: una calidad de imagen tan inusual para nuestras cámaras fotográficas comunes que nos permite ver las escamas, craquelado y trazo de las obras con una perfección inusitada.
A través de una selección de capturas de grandes obras, y con la posibilidad de ver más de un millar colgadas en las paredes de las pinacotecas que participan en el proyecto, Google ofrece múltiples posibilidades para disfrutar de este nuevo proyecto, tan sencillo de utilizar como se muestra en el siguiente tutorial:
La posibilidad de caminar entre corredores y de acercarse a distintas distancias a los cuadros; de contemplar microscópicamente cada uno de los detalles de las obras disponibles; de conocer la biografía, obras y vídeos enlazados en YouTube sobre la pieza artística en cuestión; de crear nuestra propia galería de obras y compartirla a través de las redes sociales…; todo, accesible a un sólo clic.
Este es tan sólo el primer paso de lo que se prevé será una completísima galería virtual en la que los internautas podrán pasearse por los pasillos más conocidos del mundo artístico. Como ha asegurado el vicepresidente tecnológico de Google para Europa, África y Oriente Medio, Nelson Mattos, la vocación del proyecto es “ampliarse con el tiempo y llegar a otros museos importantes que no están en la lista”. Entre los aspirantes están, sin duda alguna, el Louvre francés y nuestro Museo del Prado.
Ante tan obvias ventajas para disfrutar del arte, muchos han aventurado que, de llegar a penetrar en el público esta iniciativa, se pueden llegar a reducir las visitas a las pinacotecas. “¿Si podemos acercarnos más a un cuadro que en la propia realidad, para qué vamos a molestarnos en acudir y pagar por verlo?”, se preguntan algunos con cierta razón. De hecho, si las iniciativas de este tipo continúan creciendo, dentro de apenas un siglo podríamos implantar unas rutinas virtuales que, en muchos casos, no tuvieran contacto alguno con el mundo exterior.
Yo no soy tan apocalíptica. Una de las mayores peculiariades del arte es, sin duda alguna, el propio concepto de sentirlo en vivo. En primera persona. Podemos contemplar El nacimiento de Venus en una pantalla: analizarlo rigurosamente, deleitarnos con la técnica, maravillarnos con la belleza que ha superado el paso de las centurias. Pero la emoción que provoca la contemplación directa de una obra –máxime si se trata de una de las más grandes de su Historia- no es comparable con la calidad de los píxeles.
El ser humano siempre ha necesitado el arte, y por consiguiente, la experiencia sensorial que éste provoca. Dudo mucho que pueda desarrollarse una tecnología tan avanzada que pueda emular el sentimiento que se experimenta al situarse frente al Guernica en el Museo Reina Sofía.
Y, de hecho, estoy convencida de que estos avances no nos alejarán más del arte real. Al contrario: incitarán a que nos aproximemos más a él. A que leamos más y miremos mejor. A que viajemos y elaboremos rutas turísticas que incluyan experiencias culturales. A que paguemos por esa entrada a la identificación universal.
Los años no han pasado en vano, pero a Sir Wilfred no le agrada que coloquen naftalina junto a su peluca. Es más, detesta que le persigan con propuestas de baño caliente e inyecciones en mano. Recién llegado a casa, está más testarudo que nunca, pero ahora se le ha presentado la ocasión de retornar a su rutina de jurista, aunque algunos no se lo quieran permitir. Y es que no hay nada que le revitalice tanto como empuñar su artilugio de cristal y enfocar el rostro de todo aquel al que somete a un interrogatorio. “¿Está más cómodo así?”, pregunta la bella germana, arrinconándose en una esquina oscura del despacho. Mala señal: ha respondido fallidamente a la prueba del monóculo.
Testigo de cargoes una ecuación jurídica trepidante, un cálculo que se complica de manera progresiva por medio de sumas acusadoras, restas defensoras y multiplicaciones esponsales que culminan en un inesperado total: el descubrimiento de que el acusado respondía a sus cargos desde el principio, y con razón.
Desde los primeros instantes del film, Billy Wilder nos deleita con un agitado guión que, cocinado a fuego lento, reúne todos los ingredientes de un crimen al más puro estilo de Agatha Christie: un asesinato sin esclarecer, un sospechoso que parece evidente, un investigador testarudo -en este caso, un abogado- y una retahíla de testigos que van desfilando entre filas de pelucas empolvadas.
Un magnífico Charles Laughtonencarna a Sir Wilfrid Robards, el apasionado director de toda una orquesta de variados instrumentos que atestiguan a lo largo de la sinfonía misteriosa que supone la trama; un director un tanto afectado por lo emotivo de las melodías judiciales, que ha de resignarse a llevar tras de sí a una enfermera perspicaz en todo momento para que no sufra un infarto. Bajo este “campeón de las causas perdidas”, temperamental y avispado, se esconde todo un niño afable y orondo, al que le entreteniene jugar con pastillitas durante una vista -un elemento revelador, por cierto, del avance del juicio-, y que disfruta ascendiendo y descendiendo la escalera de su casa alegando que tiene derecho a hacerlo, pues es a él al que le ha dado un ataque al corazón.
El principal detonante de la acción es ese matrimonio infeliz formado por Leonard Vole (Tyrone Power) y su esposa Christine, una estupendaMarlene Dietrich a la que los años no le pasan factura. El precario inventor, cuya máxima meta parece haber sido idear un artilugio de cocina que separa la yema del huevo de la clara, acaba resultando también un excelente actor: con sus ojos expresivos y muecas de dolor interior convence hasta al menos ingenuo de que su amor hacia la soberbia Christine es incondicional. Ella, la alemana directa a la que todos desprecian sólo por el hecho de serlo, parece que no se toma en serio el matrimonio, pero sí que se toma en serio su pretensión de hundir a su esposo, que “tanto le ha dado”.
Lentamente, la trama va avanzando cual sinuosa serpiente: el ritmo es generalmente
pausado, y la reconstrucción de los hechos se va realizando de manera minuciosa por medio de encadenados que nos transportan a flashbacks del pasado, en los que asistimos a los encuentros del acusado con la viuda asesinada, o al momento en el que conoció a su mujer en tierras alemanas. Se sigue despacio a los testigos en su camino al estrado, y se juega con la variedad de puntos de vista: desde planos laterales que enfocan a los “doctos colegas”, hasta enfoques traseros, especialmente utilizados en los instantes en los que el abogado increpa al acusado o al testigo de turno; pasando por excelentes contrapicados, como el de Sir Wilfrid alineando las pastillas en su mesa de la sala. No hay que desdeñar, por supuesto, todos esos primeros planos que nos permiten saborear la riqueza de las expresiones tensas o satisfechas del abogado, así como las falseadas -en el fondo- de Leonard Vole.
Los personajes de la trama se pasean por un Londres repleto de trajes, corbatas, sombreros y togas, en el que las clases acomodadas nos invitan a pasar a sus hogares, caracterizados por una perfecta elegancia británica. El aire anglosajón no sólo se manifiesta en los escenarios: unos toques de ironía bien administrados tiñen algunas escenas de un peculiar humor inglés, tan específico como ése “No le haga caso, Jeanette es terriblemente escocesa” de la viuda. La riqueza dialógica se refuerza con metáforas exquisitas: a Sir Wilfrid ya no le parece que el fiscal condene, sino que “bombardea con su más potente artillería”.
La música hace su peculiar juramento junto a los testigos, y permanece en silencio a lo largo de todo el juicio; quietud que tan sólo se interrumpe por los gritos del acusado, los sollozos de la testigo de cargo y el jolgorio general tras el anuncio de la inocencia de Leonard Vole. Como compensación, se nos presenta en toda su majestuosidad con las apariciones exteriores del juzgado o de las calles londinenses. Junto a esta banda sonora, la iluminación también tiene su modesto papel, resultando imprescindible en las pruebas del monóculo, y resplandeciendo de manera simbólica cuando Christine levanta la persiana en el despacho del abogado, al tiempo que dice la verdad sobre su matrimonio.
Resulta sorprendente cómo, en los minutos finales del largometraje, Wilder acaba por desmontar todo lo que había construido con mimo a lo largo de la película: el esposo traicionado e inocente no es más que un infiel marido y un vil asesino; mientras que la calculadora mujer deja de disfrazarse de fría esposa y fulana vengativa para dejar ver a un ser dócil, perdidamente enamorado y dispuesto a sacrificarse por el hombre al que ama pero que a todas luces no la merece, pues prefiere a la morena colgada.
Tras todas estas inesperadas revelaciones, el espectador no se queda con la duda de que las apariencias pueden resultar terriblemente engañosas. Sin embargo, la balanza de la justicia, tarde o temprano, acaba por inclinarse hacia el lado justo. Christine -ya nunca más Vole- firma la sentencia de muerte del que creía que era su digno marido. Y es que el sabio sir Wilfrid sabe lo que dice: “No le ha matado, le ha ejecutado”.
Sobornar, tergiversar los hechos, instrumentalizar las emociones. Acosar, difamar, perder el respeto. Mentir, pasar por encima de la ley, perseguir. Presionar, acusar, descalificar. Todo ello por tan sólo un puñado de líneas en un pedazo de papel.
Y es que, antes de que Luna nuevanos hechice por completo, ya se nos advierte de que la acción transcurre en esos “años oscuros” del periodismo, una época en la que los informadores eran seres despiadados y sedientos de jugosas exclusivas, sin escrúpulo alguno para violar los principios morales más básicos. Tanto es así que en los momentos iniciales hallamos la perfecta expresión de sus convicciones, cuando uno de ellos se aventura a decir “Es muy poco ético leer esto”. La contestación no se hace esperar: “¿Desde cuándo te importa la ética?”
Inmersa en este fatídico panorama, seencuentra una soberbiaRosalind Rusell que, disfrazada de Hildy Johnson, trata de convencernos de que anhela una vida tranquila, zurciendo calcetines y amamantando bebés junto al pobre ingenuo de Bruce Baldwin (Ralph Bellamy). Nada más lejos de la realidad, pues Walter Burns, unCary Grant más que perspicaz, sabe lo que a su ex-mujer le conviene: sacar provecho de su vocación. Será él el que la llevará a exclamar con resolución, casi al final del film, ese “¡No soy ama de casa, soy periodista!”; pero también será él el que, con sus múltiples tretas para alejarle de su prometido, despierte la ira de Hildy, una Hildy que, con sus notas más irónicas, iniciará una batalla de ingenio con el hombre al que, en el fondo, todavía ama. Este enfrentamiento lingüístico convierte al guión en una delicia cómica sin desperdicio, que se extiende a muchos de los personajes, alcanzando el humor negro. No hay más que oír ese “¿No puedes colgarle a las cinco en vez de a las siete? ¡Así llegamos a la edición local!" para percatarse de ello.
Al ritmo de estos dinámicos diálogos baila la trama, en la que las sorpresas se suceden una detrás de otra, y en la que resulta sencillo acompañar a los cazadores de noticias gracias a la rítmica agitación de la historia. Con la fuga de Earl Williams, unos rápidos planos nos trasladan a los rostros de cada uno de los periodistas que, excitados, transmiten la exclusiva auricular en mano. Aquí es cuando contemplamos la máxima expresión del talento de Hildy, que se adentra cual bala en el devenir de coches, y no duda un ápice en perseguir al sheriff, gritarle y lanzarse sobre él para sonsacarle unos cuantos datos: nada desdeñable para una mujer impecablemente vestida y de altos tacones. La iluminación, bastante homogénea a lo largo de toda la película, se difumina aquí y juega con las sombras para realzar la tensión, al igual que lo hará cuando Williams reaparezca en la sala de prensa, pistola en mano y dispuesto a amenazar a la protagonista.
Lo agitado de la acción, no precisa, curiosamente, de demasiados escenarios; tan sólo de una redacción y una sala de prensa como telones de fondo fundamentales, que a veces se desvían hacia un restaurante, la comisaría o la propia calle. Así, la escenificación y la aceleración de gran parte del diálogo nos remiten a TheFront Page, la obra teatral de la que nace Luna nueva. La música también resulta innecesaria, puesto que la historia tiene su peculiar banda sonora: una sinfonía de rings de viejos teléfonos, apresurados pasos y traqueteos de teclas que marcan el ritmo de la trepidante trama.
Al hilo de los actos de los personajes podemos entrever un rasgo esencial de la caracterización: con sus matices, nos hallamos ante numerosos caracteres planos, englobados en grupos perfectamente delimitados: los periodistas sin escrúpulos del Morning Post, los políticos deshonestos (focalizados en el alcalde y el sheriff corruptos), la madre protectora, la víctima desdichada... Precisamente son estas dos últimas figuras la otra cara de la moneda respecto al oportunismo y morbo del periodismo de los años 40: la señora Baldwin, firme protectora de su honrado hijo, aparece en escena para defenderle de su sospechosa prometida y de sus secuaces ante los que se cuestiona: “¿Cuál de estos es el asesino? Todos parecen asesinos”; mientras que Mollie Malloy ejerce el papel de víctima, destrozada por los ataques de éstos. El cuarto poder, esa potente máquina capaz de mover a su antojo los engranajes políticos y sociales, también ejerce su poderío sobre la desdichada Mollie, que acaba lanzándose por la ventana ante la inmutable mirada de los periodistas, a los que sólo parece apenarles su muerte porque ya no podrán someterla a un tercer grado.
Sin embargo, detrás de esta trama de interés, falsedad y morbo, Howard Hawks suaviza el conjunto con la historia de amor entre Walter y Hildy,
un antídoto a toda la negatividad presentada en clave de humor. El descubrimiento de que los dos protagonistas aún se aman rompe el triángulo amoroso cuyo vértice es Bruce, y deja al espectador con un dulcísimo sabor de boca. Al fin y al cabo, Walter, el teatrero capaz de interpretar cualquier número para retener a su ex-mujer, acaba gozando de una ovación calurosa al término de la función. Hildy tendrá, por fin, su anhelada luna de miel.
En 1948, tras los estragos causados por el conflicto bélico más imponente de la historia, el británico Eric Arthur Blair se sentó a la mesa y comenzó a trazar un manuscrito. Para ponerle título, tan sólo le dio una vuelta a la fecha:1984. Y éste fue el modo en el que este iluminado, bajo el seudónimo de George Orwell, expandió uno de los grandes vaticinios literarios de la época contemporánea. Se trataba de un montón de páginas que no sólo se lanzaban al cuello de los políticos y de la sociedad del momento, sino que continuaban la estela de grandes maestros comoHuxley en el arte de una nueva forma de ver el mundo:la literatura distópica.
Se trataba de una antítesis respecto a todo lo que se había dispuesto anteriormente: tras la época de las grandes revoluciones y las ilusiones de toda índole, sobrevenía otra oscura y desconfiada, en la que las guerras mundiales habían hecho abrir los ojos a la mayor parte de la humanidad y habían provocado el recelo de los intelectuales.La postmodernidad había llegado.
61 años después, todavía hay muchos que siguen creyendo, e incluso confiando, en las enseñanzas de estos exiliados de la utopía; también en el caso de la música.
The Resistancees el título del último álbum de la banda de rock alternativoMuse; un conjunto de temas que deberían considerarse, de manera casi explícita, una auténtica ópera moderna dedicada a la obra del autor inglés. No sólo porque las letras de los temas así lo evidencien, sino por su extraordinaria manera de conjugar efectos, intrumentación y matices para desplegar una atmósfera completamente acorde con las fantasías futuristas de Orwell.
United States of Eurasiaes la prueba más clara de cómo Matt Bellamy, el polifacético -y multiatareado- vocal y compositor de la banda, creó ambientes musicales en torno a este clásico. Y es que no hay canción en todo el álbum que se dirija tan directamente hacia la historia: la voz magullada y los alardes militares invitan a cerrar los ojos e imaginar toda una masa de hombres enfurecidos e uniformados que defienden una causa que creen conocer. El colofón final lo otorgan los impactos de las bombas, precedidas por el sonido de los aviones planeando: un drama silencioso que retumba en los oídos de los ciudadanos anestesiados.
Pero lo más interesante de este tema es el modo en el que el grupo consigue transmitir la ambigüedad moral de los dominadores con tan sólo hacerse con unos pocos instrumentos: la fanfarria al más puro estilo arábico se alterna con violines y unas suaves notas de piano que bien podrían pertenecer a una pieza de Chopin. Así es el universo de 1984: al fin y al cabo, ¿qué más da que estemos en guerra con Eurasia o con Asia Oriental?
Toda una melodía abanderada por una oración: "This war, it can´t be won". Una conclusión a la que el lector atento de 1984 llega inmediatamente cuando contempla al protagonista abocado a un conflicto absurdo que, con toda probabilidad, nunca tendrá fin porque así les conviene a los que lo han creado.
Pero ahí no acaba la cosa: otros temas, que pasan más inadvertidos en cuanto a temática, pueden resultar auténticas joyas que sincronizan a la perfección con la trama orwellesca.
Mientras que rítmicas canciones comoUprisingpodrían encajar con las escapadas de Winston, el protagonista, hacia el barrio de los proles, otras evocan imágenes de los momentos más íntimos de la novela:Undisclosed Desiresse acerca al perfil no tan virginal de Julia y a sus encuentros con Smith, y Guiding Lightvuelve a transportar al personaje principal a sus remordimientos por haber dejado morir tanto a su madre como a su pequeña hermana.
Pero sin duda una infravalorada opereta es la que nos ofrecen las tres partes de Exogenesis, que son capaces de ilustrar, con sus altibajos y momentos álgidos en la voz de Bellamy, el lapso de tiempo que transcurre entre la caza de Julia y Winston y la redención final de éste. Abriendo los oídos, podemos relacionar el drama de la primera parte -la obertura-, con los inicios de la pesadilla del protagonista en los sótanos del Ministerio del Amor.
Nuestro viaje continúa con la segunda entrega del tema, Cross-Pollination, una polinización en toda regla que nos traslada hacia un Winston desesperado que, tras ser sometido a una suerte de experimentación con la tortura aplicada por O´Brien - el héroe y enemigo al mismo tiempo-, empieza a convencerse de argumentos que nunca había defendido.
Redemptionno podría ser mejor título para la tercera y última parte de la melodía. Los mullidos compases nos indican que el protagonista ya está derrotado; y nos parece avistarlo al fondo del bar, en una arrinconada mesa, tragando Ginebra de la Victoria mientras que los demás no apartan la vista de la telepantalla. Wiston ya ama al Gran Hermano.
No se puede evitar extrapolar esto al cine. Ya se han filmado algunas que otras adaptaciones cinematográficas de este clásico, pero quizá debería considerarse dar luz a una nueva. Si ahora disponemos de una banda sonora inigualable y de un contenido que, aun con el paso de los años, nunca pasa de moda, ¿qué nos falta?
Un guión. Un guión moderno, visualmente atractivo y adecuado a las reflexiones modernas. Una historia clásica convertida en contemporánea en la gran pantalla. ¿No suena apetecible?
Imaginemos la escena. Un neófito, de tan sólo doce años de edad, entra en el taller de los hermanos Ghirlandaio. A su alrededor, escenas de la adoración de los magos esbozadas en líneas firmes, puntos de vista profundos, rojos venecianos. El pequeño Buonarotti, embaucado en la amplia estancia, mantiene la mirada fija en las composiciones de vivos colores.
Semanas después, el aprendiz, del que –de momento- sólo se podía esperar una mano diestra para colaborar en grandes lienzos, comienza a resaltar por su dibujo preciso y, apenas un año después, es acogido en el palacio de los Médici al dejar boquiabierto con sus trazos a Lorenzo el Magnífico. Pocos sabían que, a sus tiernos cinco años de edad, Miguel Ángel ya había tomado el cincel para no separarse nunca del mármol blanco.
Un poco más al oeste del Mediterráneo y casi tres siglos más tarde, el niño Pablo Ruiz asistió a su primera corrida de toros. Desde el graderío y de la mano de su padre, grabó en su retina el espectáculo para después plasmarlo en su primer óleo: El pequeño picador. Sería él el que se rendiría, poco tiempo después y como dice la leyenda, entregando al niño su paleta y pinceles y prometiendo que no volvería a pintar más. Con dieciséis años contaba el joven Picasso cuando su obra realista Ciencia y caridad colgó de las paredes de la Exposición Nacional de Bellas Artes en Madrid. A partir de ese instante, su precoz carrera alcanzó los límites más altos de calidad.
Y es que el mundo ha estado poblado por pequeños prodigios que, aún ostentando tiernas edades, quisieron brillar con luz propia desde sus comienzos. Que se lo digan a John Everett Millais, uno de los fundadores del prerrafaelismo que, contando con tan sólo cuatro años, era toda una promesa que logró ingresar en la Royal Academy de Londres al cumplir once.
La historia es cíclica, y es en esta línea como ha hecho su aparición el británico Kieron Williamson, un incipiente maestro de la luz y el color que, a sus escasos siete años de edad, ya es toda una personalidad entre los coleccionistas más sonados del mundo del arte. En su última subasta consiguió recaudar 150,000 libras por 33 de sus obras, que se vendieron en tan sólo media hora; algo bastante inaudito para un escolar de primaria.
Cuentan los medios que el pequeño, al pasar sus primeras vacaciones en Devon y Cornualles -cual Dalí inspirado por los cadaqués catalanes-, tomó el pincel y ya no lo soltó. Ahora pinta media docena de cuadros por semana y ninguno de ellos se cotiza a menos de 900 dólares.
Entre sus influencias podríamos recabar las sombras y geometría estudiada de Cézanne, la perspectiva precubista de Piccasso e incluso el descuido, en ocasiones, de la pintura de fantasía.
Pero sin duda los paisajes iniciales de Williamson se acercan al impresionismo francés de finales del siglo XIX, por la soltura de la pincelada y los instantes lumínicos captados. Mirar –de lejos- un un cuadro del pequeño puede proporcionarnos una sensación semejante, o al menos así lo consideran muchos entendidos.
Y mientras que por los medios corre el apelativo de “Mini-Monet”, algunos ya han pasado la noche a las puertas de la galería Picturecraft, en su localidad natal, Norfolk, como una pareja de americanos que acamparon frente a la puerta del museo durante dos días para ser los primeros en contemplar su tercera exposición.
Sus orgullosos padres ya han declarado que toda la riqueza que su obra genere irá destinada al futuro del niño. La universidad y una casa, será el premio de este –esperan- prolífico artista.
Pero ya lo adelantaba Picasso cuando hablaban de él como un niño prodigio del pincel:
“A diferencia de la música, no hay niños prodigios en la pintura. Lo que la gente percibe como genio prematuro es el genio de la infancia. No desaparece gradualmente a medida que envejece. Es posible que ese niño se convierta en un verdadero pintor un día, quizás incluso un gran pintor. Pero tendría que empezar desde el principio”.
Quizá lo que quería decir nuestro más ilustre malagueño era que el genio no es sólo talento, sino también esfuerzo y perfeccionamiento. ¿Logrará Williamson ponerse a la altura de los maestros de finales del XIX?
Para esto -como para casi todo- el tiempo será el mejor indicador.
Nada podría decirse sobre un lugar acerca del que se han escrito millones de páginas y sobre el que se han enviado infinitas postales. No se podría ser original –sólo repetitivo- si se tratase de describir una de las panorámicas más hermosas de la tierra: la del castillo de San Angelo romano, con la cúpula de la basílica de San Pedro como corona, como punto de partida de una infinitud de maravillas que acogen al observador. Una urbe repleta de tanto genio, hermosura e historia que difícilmente podríamos caminar cien metros por sus calles sin encontrar una preciosista iglesia en cada esquina y esbozar una sonrisa. Para definir la ciudad de Roma –casi permanentemente- sólo se encontraría un adjetivo: bella. Si acaso variase, todo se reduciría a palabras positivas.
Pero existe otra Roma: la Roma de los desheredados, la de los Ulises errantes y la de los faltos de espíritu con sed de esperanza. La Roma del nómada obligado, que no halla el sentido correcto a pesar de la abundancia de mapas.
Se trata de una Roma a menudo ignorada, vista pero no observada, que se limita a pasar ante los ojos de los visitantes como desfile enlutado, fácilmente olvidable.
Los ciudadanos de esta particular metrópoli ya no viven en la Ciudad Eterna, sino en una suerte de urbe derruida cual Pompeya arrasada. Son trashumantes entre montañas de turistas: fotógrafos improvisados frente a la Fontana de Trevi, gladiadores de cartón-piedra que posan en el Coliseo, troqueadores audaces o simples mendigos que, lejos de contemplar las maravillas que les rodean, tratan de salir adelante entre la marea humana.
Así, coexisten dos ciudades: la eterna y la terrena; la de los agraciados y la de los esclavos; la de los sueños de Fellini y la del horror caravaggiesco.
Juntas, conforman un paisaje en el que los graffitis conviven con algunos de los más exquisitos lienzos de la Historia del Arte; en el que la línea de metro se cae a trozos mientras que pantallas recién instaladas comunican las noticias bajo tierra; en el que los monumentos a héroes de la patria están rodeados de pancartas de reivindicación política; en el que las plegarias ofrecidas a San Pedro contrastan con los flashes en la basílica; y en el que la desolación, en el más tímido de los silencios, convive con el derroche vacacional de Occidente.
Tan sólo se trata de una fotografía moderna de lo que fue el pasado, copado de cristianos devorados por leones en maravillas de piedra; de emperadores endiosados junto a familias paupérrimas; de esclavos maniatados a un destino atroz frente a amos de la nobleza rodeados de mármoles que hacían culto a su vanidad.
Es así como surge la magia, y sólo entonces se comprende por qué esta urbe fue capital del globo terráqueo: por su simultaneidad, por su variedad de registros, por su continuo cambio y devenir. Porque refleja la vida, pura, tal y como se presenta desde su inicio hasta el final. Porque es dolorosa y bella al mismo tiempo.
Eso es Roma: un paraíso infernal al más puro estilo dantesco.