lunes, 14 de febrero de 2011

Un espectáculo goyesco

Ahí estaba él, como un perrito hundido en arenas movedizas. Su hocico respingón, coronado durante varias semanas con una nariz roja, volvía a asomarse entre la multitud para hablar con orgullo. “Internet es nuestra salvación”, espetó a la audiencia. La aristocracia se retorció en sus asientos, incómoda por la disidencia.

La ministra González-Sinde esbozó una mueca de desagrado. Para ella, como para Elena Salgado o Leire Pajín, era más sencillo bailar en el corro de la gallinita ciega y sonreír ante las cámaras cómplices de la televisión pública. Para eludir los gritos y manifiestos que rodeaban el edificio sólo había que hacerse el sordo y decir que eran doscientos en lugar de medio millar.

El Teatro Real lucía como una estampa decimonónica: la nobleza de los Bardem y Belenes Ruedas encabezaba, con sus mejores galas, a una camarilla de actores sobrevalorados. Todos acudían para recibir unos galardones que bien podrían corresponder a no congregar al público en las salas de cine. Estos vitalicios Grandes de España se divertían con esperpénticos espectáculos protagonizados por cantantes y presentados por Andreu Buenafuente, al que por su puntillismo acabaron soltando trampilla abajo.

En el exterior, las máscaras seguían coreando “Sinde dimisión” mientras los gitanillos de Pa negre recibían premios más grandes que ellos y algunas actrices lloriqueaban como la lechera de Fuendetodos a la que se le destroza el jarro. Ganado o no, todos tenían su momento de gloria: incluidos bufones con barretina y vigilantes de seguridad con dudosa competencia para proteger a un ministro.

Pero a lo que iba: el desgraciado perrito, con el cuerpo medio hundido en tal agónica industria, escribió su epitafio en la red y lo selló en ese escenario. Tuvo agallas, pero murió como lo hizo el Carlos II de nuestro Francisco: enfermo, pero rodeado de riqueza. Porque no nos vamos a engañar: él no perdía mucho al ser sincero. ¡Para qué estar más años al frente de esa Academia convaleciente!

Desde fuera, se le proclamaba héroe. Tratado como un nuevo Jovellanos, se le veía como un ilustrado visionario que se arremangaba sobre la mesa para negociar con el contrario. Él era el supuesto precursor de los cambios en la industria cultural. Lo que no sabían los Guy Fakwes que se manifestaban a las puertas del edificio es que, como el 3 de mayo de 1808, iban a acabar siendo fusilados. Al final, serían ellos los encargados de pagar los excesos de las altas esferas, incluidos el canon digital, el precio de los dvds y cds y las butacas de cine.

A quien no consintiese, se le criminalizaría cual ladrón de cultura. Estaban ahogados por la tiranía del falso socialismo: el que teóricamente pugna por el bien del pueblo y luego lo martiriza haciéndole pagar por su ceguera. El duelo a garrotazos entre la España castiza, negada a modernizarse, y los nuevos ilustrados, continuaba en pleno siglo XXI.

Con una diferencia: ahora, muchos de estos ilustrados proceden del pueblo, y están armados con la tecnología. Los déspotas deberían empezar a escuchar sus demandas, no sea que, como V, acaben volando otro Parlamento al ritmo de la Marcha Imperial.

Imágenes: Rolling Stone y Público.

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