sábado, 1 de enero de 2011

La città terrena


Nada podría decirse sobre un lugar acerca del que se han escrito millones de páginas y sobre el que se han enviado infinitas postales. No se podría ser original –sólo repetitivo- si se tratase de describir una de las panorámicas más hermosas de la tierra: la del castillo de San Angelo romano, con la cúpula de la basílica de San Pedro como corona, como punto de partida de una infinitud de maravillas que acogen al observador. Una urbe repleta de tanto genio, hermosura e historia que difícilmente podríamos caminar cien metros por sus calles sin encontrar una preciosista iglesia en cada esquina y esbozar una sonrisa. Para definir la ciudad de Roma –casi permanentemente- sólo se encontraría un adjetivo: bella. Si acaso variase, todo se reduciría a palabras positivas.

Pero existe otra Roma: la Roma de los desheredados, la de los Ulises errantes y la de los faltos de espíritu con sed de esperanza. La Roma del nómada obligado, que no halla el sentido correcto a pesar de la abundancia de mapas.

Se trata de una Roma a menudo ignorada, vista pero no observada, que se limita a pasar ante los ojos de los visitantes como desfile enlutado, fácilmente olvidable.

Los ciudadanos de esta particular metrópoli ya no viven en la Ciudad Eterna, sino en una suerte de urbe derruida cual Pompeya arrasada. Son trashumantes entre montañas de turistas: fotógrafos improvisados frente a la Fontana de Trevi, gladiadores de cartón-piedra que posan en el Coliseo, troqueadores audaces o simples mendigos que, lejos de contemplar las maravillas que les rodean, tratan de salir adelante entre la marea humana.

Así, coexisten dos ciudades: la eterna y la terrena; la de los agraciados y la de los esclavos; la de los sueños de Fellini y la del horror caravaggiesco.

Juntas, conforman un paisaje en el que los graffitis conviven con algunos de los más exquisitos lienzos de la Historia del Arte; en el que la línea de metro se cae a trozos mientras que pantallas recién instaladas comunican las noticias bajo tierra; en el que los monumentos a héroes de la patria están rodeados de pancartas de reivindicación política; en el que las plegarias ofrecidas a San Pedro contrastan con los flashes en la basílica; y en el que la desolación, en el más tímido de los silencios, convive con el derroche vacacional de Occidente.

Tan sólo se trata de una fotografía moderna de lo que fue el pasado, copado de cristianos devorados por leones en maravillas de piedra; de emperadores endiosados junto a familias paupérrimas; de esclavos maniatados a un destino atroz frente a amos de la nobleza rodeados de mármoles que hacían culto a su vanidad.

Es así como surge la magia, y sólo entonces se comprende por qué esta urbe fue capital del globo terráqueo: por su simultaneidad, por su variedad de registros, por su continuo cambio y devenir. Porque refleja la vida, pura, tal y como se presenta desde su inicio hasta el final. Porque es dolorosa y bella al mismo tiempo.

Eso es Roma: un paraíso infernal al más puro estilo dantesco.


Imágenes: propias.

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